La escritura de Sandra Becerril es una lluvia brillante que cae mística, del cielo. "La soledad de los pájaros" es una novela de muerte, sueños y éxtasis... lo siniestro y sublime. Con majestad ominosa, alquimiza el suspenso y el terror en milagros poéticos. Sandra Becerril es la máxima joya literaria del México oscuro
Richard Christian Matheson
Para Ender, eres lo mejor de todos los mundos posibles Para Richard Christian Matheson, wizard of words
“Lo opuesto al amor no es el odio, es la indiferencia.
Lo opuesto al arte no es la fealdad, es la indiferencia.
Lo opuesto a la fe no es una herejía, es la indiferencia.
Y lo opuesto a la vida no es la muerte, es la indiferencia.”
Elie Wiesel
Mi prometes amarlo y cuidarlo hasta que la muerte los separe con Vikram, fue más una condena que una ilusión.
Hasta que la profecía se cumplió y me asesinaron.
Aún pienso que pude haberlo evitado, debí ver la verdad antes, dar la vuelta, tener el valor de largarme, de soltar el miedo y arriesgarme. Hoy arrastro más lo que no hice que lo que llegué a hacer que, desde aquí, se ve muy insignificante.
Mi último recuerdo no es él, sus ojos, su sonrisa, o su forma de coger. Es mi cadáver. Es mi torso muerto abierto en la autopsia que me realizaron. Es mi cabeza abierta en dos con la sangre derramada por la cama donde yacíamos.
Así, los humanos estamos hechos de recuerdos. Sin embargo, cuando nos vamos, nos llevamos con nosotros las fantasías, las ambiciones nunca cumplidas, las calumnias, a quien amamos de verdad en esa eternidad que puede durar nada o todo, con quien soñamos, quieres fueron nuestros misterios. Al morir, nadie lo sabe y nos perdemos en la nada. Esa vida por la que luchamos no existe más que en cómo nos recuerdan los demás.
Me gusta más la versión Director's Cut de todas mis memorias. Esos recuerdos no son reales. Los hemos ido modificando de acuerdo con nuestra conveniencia. El sexo no era tan honesto, sus besos no nos gustaban tanto, su olor no era tan dulce.
Hoy sé que, cuando mueres, nos llevamos todas esas evocaciones a las tinieblas donde no existe lo puro y de la que ya no se puede regresar. Ya no se quiere regresar. Porque la tentación de la venganza está ahí, palpita en nuestra humanidad. El perdón no logra que demos marcha atrás.
Esa es la razón de mi existencia. Después de descubrir a mi propio asesino, no puedo volver a lo que era. Y tampoco obtendré el perdón. Pero no es algo que me preocupe.
No, el amor no es para siempre. No dura ni una fracción de lo que esperaríamos que durara. Hay que prepararse, porque al internarse en este horror, no hay vuelta atrás, no hay grito ni llanto que devuelva la vida.
****
La primera vez que me vi en realidad, fue el día que amanecí muerta. Abrí los ojos, mi gato lengüeteaba mi mano pidiéndome comida, me acomodé en las cobijas. Tenía mucho frío. Con nada se quitaba. Me senté sobre la cama sobándome la aguijoneante cabeza, palpé un líquido denso en mi mano, la miré. Sangre. Alarmada, vi el colchón. Estaba dormida sobre charco de sangre seca. Di un giro y caí en el piso. No me dolió.
Me incorporé y miré la alcoba. Todo estaba roto, la ropa en el piso, el espejo estrellado, la televisión hecha añicos, y un cadáver sobre la cama.
Mi reacción inicial fue gritar. Creí que lo hacía hasta que me di cuenta de que no salía sonido de mi garganta. Me recargué en la pared incapaz de acercarme a la persona muerta. ¿Cuánto tiempo había estado dormida junto a esa momia? Intenté evocar los días previos. Eran pura oscuridad.
No recordaba nada de la noche anterior. O antes de eso.
—Piensa, piensa, Agni… —Cerré los ojos. La fiesta de cumpleaños. Éxtasis, alcohol. Estaba en una reunión con amigos, con Vikram, con actores, directores… Tomé mucho… Varias cervezas, tequila. Un éxtasis y un cristal.... Caí perdida en un sillón. ¿Qué ropa traía puesta? Tampoco lo sabía. Al despertar semanas después, estaba desnuda, lo único que me cubría era la sangre coagulada.
La puerta. Una salida. Necesitaba huir de ahí. Me vestí con lo primero que encontré en el piso: vaqueros negros, una sudadera de Montreal y mis botas industriales.
Giré el picaporte. Temblaba de miedo y por la baja temperatura. No sabía qué podía encontrar fuera de mi habitación. Si es que era en verdad mi pieza. Le eché un vistazo. Sí era, pero todo estaba diferente. Como cuando entras a tu casa, conoces muy bien el caos personal, los libros, los cuadros, las monedas en la mesa, sin embargo, sabes que alguien estuvo ahí, algo —que no sabes aún qué es— discrepa. Quizá una taza fuera de lugar, las sábanas acomodadas de distinta forma, un cuadro un poco más a la derecha, el olor, algo… Tu ojo aún no lo sabe, sin embargo, tu cerebro entiende que hurgaron en tus cosas.
Además del muerto que aún no me atrevía a mover y de la sangre, había algo más ahí. Solté el pomo, retrocedí.
El armario estaba abierto, como siempre, dentro mi ropa en mi desorden ordenado, las botas de todos colores —nunca usé otro tipo de zapatos—, los cosméticos sobre el buró, la televisión rota con el control al lado, mi bolsa en el piso. Rodeé la cama cuidando de no tocar el cuerpo y abrí la ventana. La noche me deslumbró como si fuera un día soleado. Sentí que mis retinas se calcinaban, tallé mis ojos con fuerza. Quería llorar, no podía. No salía ni una sola lágrima de mi cuerpo. Poco a poco miré hacia afuera. Llovía con las gotas suicidándose sobre el patio, los autos, los árboles, la avenida. El último día que recordaba era soleado. Las probabilidades de lluvia eran muy lejanas. No había nadie afuera. Me sostuve de las protecciones forjadas en hierro.
Algo en la noche me llamaba a salir. El firmamento, el espacio, las estrellas. Todo gritaba mi nombre sin hablar. Un eco que sentía en la dermis, en la lengua, en el sexo, en el cabello erizado. Como si fuera momento de desplegar las alas y largarme de este jodido mundo, darme por vencida. Mi cuerpo cabía a través de las protecciones y saqué una pierna, luego la otra, sentada en el alfeizar, viendo hacia arriba. «¿Y si me suelto?». Imaginé mi cabeza estrellada en el pavimento, con la materia regada y mi rostro abierto en pedazos.
Cuando era pequeña solía decir que de grande quería ser pájaro y volar. Mi mamá reía. «Ser pájaro es muy solitario, hermosa. Porque entre más alto vuelas, más solo estás». Esas palabras me quedaron grabadas después de que murió. Su voz de mar me arrullaba por las noches. Quería ser marea para desvanecerme en sus olas. Era mi amor. También, por un tiempo en el Tinder, quise ser hombre para casarme con ella. No debía haber muerto.
Me metió en la cama, me dio un beso en la mejilla y sonrió. «Adiós, Agni». «No, mami, no adiós. Sólo buenas noches». No quería soltar su mano.
«Esta vez es adiós». Me dio otro beso.
Las primeras horas de esa noche me levanté varias veces a vigilarla en su cama. Se veía quimérica, como muñeca de cera. Cuando no despertó más, me recosté en el piso junto a ella, sobre la alfombra, tres días seguidos. Hasta que su cuerpo comenzó a apestar y busqué en pijama a los vecinos: «Mi mamá no despierta desde el lunes».
Dos años seguidos no me dejó dormir. Le pedía que me dejara descansar, que detuviera sus gritos y sollozos para que yo pudiera soñar a la mitad de la noche. Visitaba su tumba y le rogaba que parara. No me hacía caso.
No necesité ser pájaro para tragarme a mordidas la soledad. Desde que ella se fue, el mundo dejó de ser el mismo porque me di cuenta de que ella era el aroma de la tierra. Me tatué unas alas en la espalda para que, el día en que me fuera, pudiese alcanzarla donde quiera que estuviera. Porque sabía que me esperaría.
—Porque entre más alto vuelas, más solo estás.
Volteé al escuchar las palabras. Eran de ella, pero no era su voz. Esta era lóbrega, impenetrable, permaneciendo en eco en la habitación.
«Dios, Dios, que no haya nadie, por favor». Busqué, las palabras habían salido de una boca que no existía ahí. A menos que fueran del muerto en la cama, que no estuviera tan muerto en realidad.
Retuve el aire. Me acerqué al bulto.
No parecía respirar. Lo moví con una mano. Tenía el rostro vuelto hacia la almohada. Un pie violáceo e hinchado sobresalía de las cobijas. No despedía ningún olor. O eso creí. El pellejo se agrietaba, había dejado salir sangre engrumecida y pus amarillento ya seco.
Agité la cama a ver si reaccionaba. Lo único que sucedió es que de entre las sábanas, cayó una servilleta con algo escrito en letras rojas. La levanté “«Te amo» y un corazón. Era la letra de Vikram. Solía hacer eso cuando estábamos bien, al inicio de la relación. Cada vez que se quedaba a dormir conmigo y yo tenía que salir temprano corriendo a alguna audición o a filmar, él me dejaba letreros así sobre las almohadas. Por un instante, tuve el impulso de guardar la servilleta en el pantalón. Luego algo, no sabía aún qué, algo que me tenía rota el alma, me hizo arrugar el puto papel y aventarlo por la ventana. Observé su caída hasta que quedó en la banqueta, en un charco. «¿Por qué hiciste eso?». No podía responder. Me estremecí como si estuviera llorando. Sentía el corazón acartonado y gemidos en mi garganta. No salían lágrimas. Estaba seca como un árbol aguardando la primavera. La tristeza clamaba por brotar de mi cuerpo, no había forma. Estaba ahí, enterrada, al parecer para siempre.
Me cautivaba ser alegre. Disfrutaba ser cínica, reír de todo. Incluso cuando me iba mal, cuando sucedía algo que me lastimaba, lo contaba con humor. No me agradaba sufrir. Aunque el daño permaneciera ahí, muy adentro, envenenándome. Nadie debía saberlo, ni siquiera yo misma. Miré de nuevo la nota deshecha por la lluvia en la banqueta. Ya no se alcanzaba a distinguir qué estaba escrito en ella. Ya no recordaba qué era lo que había leído, por qué me había afectado tanto y si yo la había tirado a través de la ventana.
La cabeza ardía. Mareada, me recargué en la pared dejando que mi espalda resbalara hasta tocar el piso. Escondí mi cráneo en medio de mis piernas. Qué ganas de vomitar. El dolor no cedía, atrapándome hasta el cuello y los hombros. Un silbido agudo en los oídos me remataba. Intenté respirar, el aire era álgido. Me helaba los pulmones y sentía que salía hasta por mis ojos al parpadear. Ruido, frío, mareo, muerte.
Todo cesó en un instante.
El sonido de algo estrellándose en mi ventana hizo que abriera los ojos. Primero fue un pequeño gorrión que voló hasta el cristal pegando su cabeza en él, dejando una línea de sangre al caer. Me levanté. Iba a abrir la ventana, retrocedí cuando una paloma se precipitó contra la ventana, con las alas abiertas, directo hacia mí. Detrás decenas de pájaros de distintas especies, parecían estar atraídos por la muerte y decidieron suicidarse en mi habitación. Se golpeaban y despedazaban sus cabezas y cuerpos hasta quebrar el cristal. Sin sonido, sólo los veía llegar desde el jardín hasta mí para después de estamparse, resbalar sus cuerpos muertos sobre el pasto abajo. Todo cesó tan repentino como comenzó.
Era la misma habitación, sólo que estaba nublosa. Había algo que oscurecía el lugar. Alguien me observaba desde de la ventana. De reojo, porque no me atreví a voltear por completo, vi la cabeza de una niña, mirándome con fijeza desde sus ojos negros, sin boca. Me observaba ondeando en la esquina superior izquierda. No tenía ojos ni expresión, sólo sé que me veían. Un rostro sonriente espiando desde la lobreguez, detrás de la ventana de mi dormitorio.
Vivía en el segundo piso.
Me esperaba, extendiendo la silueta de una mano para que yo la tomara. Me invitaba a irme con ella.
No quise hacerlo. Desde lo más insondable del alma sentí que debía resolver primero algo, la duda me torturaba. Y quería venganza.
Estaba aterrada. Le grité, aventé cosas. El rostro de la niña era inmutable. Estirando su cuello entró por el dormitorio, como serpiente reptante dejando un rastro de niebla.
—¡Vete! ¡¿Quién eres?!
El cráneo de la niña se partió en dos desde la frente hasta la nuca con un sonido parecido al que hacen las sandías que aventaba desde el techo de la casa de mis abuelos al caer. De en medio salió una brisa que se convirtió en varios rostros de mujeres decapitadas, hombres calcinados, todos mutilados, señalando hacia afuera. No soporté esa visión, cubrí mi rostro con las manos, gritando.
—¡No! ¡Déjame!
La cabeza de la niña se cerró, engullendo a aquellas almas como si se hubiese alimentado de ellas. Desapareció a través de la ventana, amenazando en un gesto con volver.
Me asomé, no vi nada más. Creí que había alucinado, que nada de eso era real. Temblaba sin poderme controlar.
Volteé. El cuerpo en el colchón seguía aguardando. En ese momento de histeria lo destapé.
Me vi por primera vez cuando me encontré asesinada en mi cama, con un hueco donde estuvo mi ojo izquierdo, que dejaba ver hasta el interior de mi cabeza. El ojo derecho abierto con una mirada sorpresiva, la pupila acuosa, ya seca, con un color de mar. La boca abierta, con la quijada dislocada, colgante. La piel tiesa, con las marcas de las sábanas.
No me reconocí en un inicio. No obstante, cuando sucedió, cuando me di cuenta de que esa ahí, era yo, salí corriendo del dormitorio, gritando que eso no podía ser cierto. Es decir, yo estaba viva, estaba respirando, razonando, con miedo. No podía estar muerta. Tenía tanto por hacer.
Tanto por hacer.
Amar, sonreír, estudiar, viajar, conocer más, abrazar, escribir, actuar, producir. Amar. Todo lo que los seres humanos damos por sentado, por el sólo hecho de tenerlo a diario, en nuestras manos. Tan efímero. Todo pasa. Todo se va, se esfuma. Lo único incesante es el cambio. El tiempo fluye, no siempre a nuestro favor. Mana, se apresura y nosotros viviendo lo menos posible, sintiendo lo menos posible, amando lo menos posible. Para no salir lastimados, por flojera, porque no sabemos dar o recibir amor. Te deshojas en tinta y te deshojan el corazón.
Yo todavía quería hacer mucho. Me acababan de dar mi primer protagónico en una película en Los Ángeles, pronto me iría a grabar, ya tenía el lugar para vivir e incluso las maletas hechas. Sabía de memoria el guion, había construido mi personaje, sería el trampolín que había esperado desde pequeña. El mundo me aplaudiría.
Tenía a Vikram, el amor de mi vida, de todas mis vidas, con el que deseaba tener una familia, envejecer a su lado, era mi «para siempre».
Contaba con amigos, con gente que me quería, con mi agente Fher, el público que me reconocía en la calle. Y quería conocer París. Iría el próximo mes, ya tenía los boletos. Quería conocer el sabor de una crepa en mi lengua bajo la sombra de la torre Eiffel. Tenía todo. Y alguien me había convertido en una nada.
Concluí que ese fantasma, esa niña terrible, era la muerte. No me iría de este mundo sin saber qué me sucedió, quién me arrebató la vida. Y lo mataría. Ya después cruzaré o no el portal. Si es que existe.
Esos despojos eran lo que quedaba de mí.
Me acerqué a mi cuerpo, no lograba olerlo. No reparaba ningún tipo de aroma. Lo toqué. Lo agité. ¡Despierta! ¡Tienes una pesadilla! El cuerpo siguió frígido, impávido. Descomponiéndose. Me miré en el espejo. No había reflejo. Me moví, salté, toqué mi rostro. Podía sentirlo, era real. Ese espejo había reflejado todos mis secretos, desde el dolor producido por las cirugías estéticas, hasta mis muslos abiertos sentada sobre Vikram de espaldas a él. El cristal revelaba todo, la cama, la pared, la ropa, incluso el cadáver, pero no a mí. Me senté observando mis restos. Quizá fuera la última vez que viera mi cara, abotargada, echándose a perder. No es lo mismo verse en el espejo que mirarse desde afuera. Todavía creía que seguía soñando. Intenté verme con claridad. La forma de los labios, la expresión, los lunares que no recordaba, el color del cabello, el cuerpo. No parecía tan imperfecto como siempre había pensado. Por lo general, me sentía avergonzada de mí, decían que les gustaba a muchos, no les creía. Me sentía como una farsante que no merecía los halagos. Sin embargo, en ese momento, viendo mi cuerpo en la cama, en esa posición tan grotesca, tal vez no era tan feo. Era hermoso, de hecho. Quería volver a entrar, levantarme y caminar. Ser Lázaro. Ese cuerpo era mío, aunque parecía una funda tirada de la que quería deshacerme todo el tiempo.
Una tarde, un año antes, había intentado suicidarme. Me corté las venas en el baño de mi casa con una navaja que compré en el supermercado. Me desnudé, la pasé por la piel, me ardió muchísimo, no creí que fuera tan complicado. Cuando lo logré, me sumergí y cerré los ojos. El dolor era intenso. Terminé asustada, saliendo del agua, para cubrirme los brazos con una toalla. Donde me quedaron las cicatrices, me tatué después una máscara de teatro, a Talía y Melpómene, la comedia y la tragedia de mi vida.
Me convencí de que había tratado de matarme porque descubrí que Vikram me iba a dejar, aunque en realidad ese sólo fue el pretexto para intentar alcanzar a mi mamá antes de que cruzara las puertas, para entonces —a pesar de las fiestas, el cine, los viajes— ya era un despoblado.
Con él, llevaba un año y medio saliendo y fue el momento en que más enamorada me sentía, me empeñaba en pensar que era el amor de mi vida y que no tendría fecha de caducidad. Ya sé, el amor apendeja.
Una tarde, me senté a checar mis redes sociales en mi computadora. Encendí la pantalla y ahí estaba la tentación: había dejado su correo abierto. Qué jodida seducción. Estuve a un clic de desconectar su cuenta, me levanté por un café, volví, como si con eso se fuera a cerrar sola. Me asomé, Vikram había salido a ver a un agente que prometió vender su arte en una muestra internacional. Cerré el seguro de la puerta para que no se pudiera abrir por fuera. Volví a sentarme. La pantalla seguía igual. Internet me embaucó y como dijo Oscar Wilde: La mejor forma de librarse de la tentación es caer en ella. Clic, abrir.
Frente a mí, el desfile que en el fondo sabía que existía, toda una letanía de mujeres en Tinder con las que había tenido contacto mientras estaba conmigo. Supe que les hablaba más bonito que a mí, que les presumía haber expuesto sus poco talentosas pinturas en las galerías donde YO —usando mis contactos— lo había metido, que les mandaba besos de buenas noches, les decía buenos días con amor, les enviaba selfies masturbándose, las cogía mejor que a mí y una sarta de pendejadas que solía hacer conmigo las primeras semanas y luego olvidó. No lo supe hasta ese momento, pero el hecho de que ya no lo hiciera, de que hubiese cambiado tanto de pronto, me había arañado poco a poco la voluntad. Y para esas alturas, ya me sentía deshabitada.
Las mujeres eran de todos los colores, tamaños, sabores y edades. No había distinción mientras le subieran el puto ego.
En el último mensaje decía que sí, en efecto, tenía novia que ya lo tenía hasta la madre porque era «Lady Maravillosa», nunca le reclamaba nada, nunca se enojaba, tenía mucho trabajo, la halagaban, parecía que todo le salía bien sin ningún esfuerzo. Y eso era algo que él no podía soportar. La Tinder-date —una tal Lola— le respondía que sí, que tenía razón, que la dejara y se fuera con ella porque la última vez que habían cogido la había dejado con más ganas, que lo esperaba. En la cama o donde fuera. No quise seguir leyendo el resto de la conversación. Desactivé su cuenta de Tinder y pasé toda la tarde llorando en el parque y fumando mota. Llovía también, así que no importaba, era el momento perfecto para desechar toda mi frustración. No me había engañado por amor, por despecho o porque yo lo merecía. Me había traicionado nada más por el placer de convivir. Seguro que lo estaba haciendo en esos momentos. Eso explicaba que sus «juntas» nunca funcionaran. No existían, eran citas para coger. Pensarlo fue peor, porque para mí significó que ya no le gustaba acostarse conmigo, porque era demasiado flaca, gorda, blanca o morena, daba igual. Era imperfecta. No le gustaba, le daba asco y por lo tanto me lo daba a mí misma.
Se iba a ir con otra —a la que ni siquiera quería— porque yo era demasiado buena novia. Me esforzaba por serlo. Claro, me dolía cuando me respondía grosero o cuando me dejaba plantada, pero no decía nada. Sonreía e intentaba mostrarme comprensiva. Porque en relaciones pasadas la había cagado tanto que no podía permitir que esta se fuera al caño. Además, nunca me había sentido tan enamorada de alguien como lo estaba de Vikram. Estaba muy encariñada con la venda en los ojos.
Después del episodio de las venas, no volvimos a tocar el tema. Pasó por mí al hospital en mi camioneta sin decir algo. Le daba miedo preguntar por qué lo había hecho, le daba pavor hacerse responsable por primera vez en su puta vida de algo o alguien. Él regresó a ser el mismo del inicio —o eso creía yo— con detalles, flores y pendejadas así y cerramos los ojos un rato ante la realidad.
Ahora, veía mi tatuaje suicida en la piel extraña de la muñeca que había habitado durante treinta años. Lo acaricié con el dedo índice. Todavía se sentían los bordes que no acabaron de curar por completo. Solía decir que ya llevaba el teatro en las venas con esa imagen. Los medios se regocijaron con mi fallido intento de suicidio, salió en todas las revistas amarillistas —lo leí formada en el supermercado comprando leche de almendra para Vikram— y algunos juraban que lo había intentado porque estaba demente. Otros, claro, le echaron la culpa al amor. A fin de cuentas, era cierto, el amor tiene la culpa de todos los males de este mundo. Ya de por sí estar vivos produce desequilibrio emocional. Vikram se hizo famoso por aquel chisme y comenzó a exponer un poco más sus cuadros y a dar entrevistas. No le duró mucho. No tenía talento. De alguna forma lo vi estando muerta, porque viva, creía que era el nuevo Picasso.
El morbo pasó rápido, cuando se filtraron las fotos íntimas que una actriz le había enviado a un futbolista famoso, a un actor y a un gobernador, a ver con cuaál pegaba. Por más que pixelaban las fotos en los lugares más sospechados, la imaginación del lector es mucho más grande. Crucificaron al que filtró las fotos en redes sociales y la polémica opacó mi asunto del suicidio, dejándolo medio al olvido en las montañas de vidas perdidas en la red. Medio al olvido, porque en realidad todo queda ahí, sólo es cuestión de mover un poco las cenizas para avivar el fuego. Una vez que tu nombre ha sido mencionado en internet, quedarás marcado para siempre.
Qué voy a hacer, hablaba en voz alta como si mi cuerpo pudiera escucharme. Lo agité, pateé la cama, rompí cosas en la habitación, grité y al final encontré la navaja que nunca había tirado en el cajón de mi buró. En mis manos parecía tan indefensa. Me atrapó la sensación de aquel día, la soledad, la impotencia, las ganas de morir. ¿Y si funcionaba esta vez? ¿Y si no era un sueño?
Rebané mi muñeca derecha con vehemencia.
Esperé el resultado. No brotó sangre. La marca desapareció de inmediato. La navaja resbaló al piso. «Estoy muerta», pensé en silencio y luego dije en voz alta: «Estoy muerta puta madre.»
Afuera terminaba apenas de llover. Pronto esclarecería. La muerte no volvió a aparecer ese día, quizá por mi determinación de saber quién carajo me había matado. No pararía hasta saberlo.
Giré el picaporte y abrí la puerta.
Comments