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LA NOCHE DE LAS CUCHARAS, ROCÍO TIZÓN


Es muy difícil prestar atención a otra cosa cuando uno se encuentra delante de la televisión. Entiéndanme. No es como ahora, que atonta a los niños y solo les ofrece contenidos violentos poco adecuados a su edad. Antes se crecía con la tele. Las madres te mandaban a verla. Era nuestra niñera y nuestra ventana al mundo, con su resplandor acuoso de mucílago. Nos decía hasta cuándo debíamos irnos a dormir. No había contenidos vergonzosos ni se los esperaba. Hacia las diez de la noche, aparecían los dos rombos en la pantalla y esa era la señal de que iba a comenzar una película de terror o semierótica, y a esa hora ya hacía tiempo que estabas durmiendo.

A veces incluso la televisión servía para acallar las discusiones cada vez más frecuentes de mis padres. Sentado en el suelo, a la manera de un indio, me quedaba muy quieto mientras al otro lado de la puerta de paneles de vidrios coloreados se sucedía un mar bravísimo de reproches, fuegos cruzados, indirectas y sarcasmos. Aunque mis padres intentaban mantener el tono de voz quedo, la furia recorría cada una de sus frases con su veneno de cobra, y a veces podía discernir un cuchicheo más airado que otro o algún gañido ocasional.

No me interesaba por qué discutían. Seguro que por todo: por mí, por la absurda idea de haberme tenido. Porque mamá estaba sola en casa todo el día mientras papá venía tarde de trabajar o del bar, según parecía. Porque mamá tenía que estar yendo y viniendo a todas horas del colegio, hacer la compra, la comida, tener la casa limpia, atender a su madre, y porque no había nadie que se lo agradeciera. Porque mi padre y yo, y aquí nos incluía a los dos en su desdicha, éramos unos egoístas que solo pensábamos en nosotros mismos y que nunca preguntábamos qué tal estaba ella ni dábamos las gracias por nada y nos limitábamos a pensar que era nuestra criada y a dar por sentado que la comida iba a estar en la mesa a nuestro regreso.

Porque la gota que había colmado el vaso era que llevaba dos días con jaqueca y nos lo había dicho y sin embargo habíamos sido incapaces de preguntarla por su estado. Que no era un simple dolor de cabeza, que era una jaqueca en toda regla. Yo no sabía entonces la diferencia entre una jaqueca y una migraña, y los pocos acercamientos al tema que había tenido, al preguntar a mi madre por su estado de salud, habían terminado en un bufido. Nunca fallaba. Si alguna vez le preguntaba a mi madre por su jaqueca, me contestaba diciendo que era una migraña y viceversa. Mi padre le contestaba con la recomendación de que fuera al médico, qué quería que dijera él. Y ella, rabiosa, devolvía la pelota diciendo que sí, que iba a ir. Que ójala que fuera un tumor y se muriera y que nos viéramos solos para que la echáramos de menos. Que a ver entonces quién nos iba a cocinar, y a planchar y a lavar la ropa, si no sabíamos ni freír un huevo. Que entonces sí que se iba a reír ella. Que no sería la inútil de la hermana de papá, que esa sabía hacer menos que nosotros dos juntos.

Siempre me he preguntado por qué las madres tienen ese rencor. El deseo secreto de toda ama de casa es morirse para dejar sola a su familia y constatar así la hipótesis de que es imprescindible, sin darse cuenta de que ya lo es. Pero las madres de aquella época parecían experimentar el mismo sádico placer imaginando a su familia desvalida que peinando a tirones a sus hijos o frotándoles detrás de las orejas con una toalla empapada en colonia con olor a lavanda.

Y si no era por eso, discutían por la familia de papá. Mamá no se llevaba bien con ninguno. Ni con mi tía, la que tampoco sabía freír ni un huevo, ni con mis abuelos, que eran unos paletos y unos horteras y en el culmen del mal gusto habían llegado a regalarnos un reloj que ni funcionaba ni había funcionado nunca. Y ahora estaba ahí, con su esfera amarillenta por el paso del tiempo y sus rayas en lugar de números. Rodeado de un plástico que imitaba madera y portando un halo de fealdad extrema. Yo nunca me había planteado si era bonito. Las cosas no eran bellas en aquella época, simplemente existían o no, como la jaqueca de mamá. Y por eso muchas veces no daba importancia a las discusiones que se desarrollaban más allá de la frontera difusa del linóleo deformado del suelo y me concentraba en el resplandor de la pantalla como si fuera el capitán Nemo mirando por la ventana del Nautilus.

Algunas tardes venía a casa un niño que vivía al lado y al abrir la puerta, me encontraba el pasillo sumido en la penumbra. Mala señal. Una voz queda salía del dormitorio.

—No hagáis ruido, que estoy muy mala.

—¿Qué le pasa a tu madre? —preguntaba mi amigo, a veces dando vueltas a un balón con las manos.

A mí me daba mucha rabia no poder jugar en casa como los demás niños. Quería tener una madre normal que nos preparase para merendar un colacao con galletas.

—Que está tonta —respondía yo con un bufido—. Anda, vamos a la calle a jugar.

Mientras dábamos patadas al balón desinflado y lleno de pellejos, me sinceré con mi amigo y le conté que sospechaba que mis padres se iban a divorciar y que a mi madre le dolía siempre la cabeza, no sabía si a causa de la posible separación o como consecuencia. Mi amigo meditó en silencio y concluyó que seguramente lo que tenía mi madre era telepatía, que lo había visto en una película. Eran personas capaces de mover cosas con la mente, pero luego tenían una jaqueca bárbara. En ese momento, su idea me pareció sublime. La única forma que teníamos de aprender era la tele, de forma que, si lo había visto en algún programa, ¿por qué no iba a ser verdad? Estaba encantado con aquel descubrimiento hasta que la voz de mi padre desde la ventana me hizo subir a casa, algo más tarde de lo normal, porque era sábado. En concreto, era el 6 de septiembre de 1975.

Subí los escalones amarillentos para ir a cenar. Alguna vecina fregaba con lejía y todas conspiraban para atraparla. Mi madre se había levantado de la cama y llevaba puesta una bata, aunque la temperatura era cálida. Me lanzó una mirada de enojo, a pesar de lo cual me atreví a preguntarle qué tal estaba.

Su rostro pareció concederme una pequeña tregua. Era como si mi madre, durante un breve período de tiempo, se licuara bajo su ceño fruncido, mostrándome a la madre cariñosa que me había acompañado durante mi infancia. Mi mamá. En aquel momento, tenía un cazo en la mano y las llamas del fogón brillaban con un extraño color verde a causa de la luz mórbida del fluorescente. No me contestó, pero en el fondo supe que me agradecía en lo más íntimo haberme preocupado por ella. La vi frágil, y cálida, y humana, como el útero en el que me había albergado. Solo me hizo un gesto con la cabeza (de la que escapaba un rizo rebelde algo cano) para que me dirigiera a la mesa a cenar. Y allí mi padre me revolvió el pelo y me preguntó qué pasa, chaval, y la cena transcurrió en medio de una tregua ceñuda. Y luego comenzó la emisión que cambiaría nuestra vida.

Durante ese espacio televisivo de los viernes, podíamos soñar. Podíamos ser mejores personas durante un rato. La gente que salía en la pantalla era mejor que nosotros. Sus vidas eran mejores. Los adolescentes de las series americanas no se quitaban los zapatos al llegar a casa y se tumbaban con ellos en la cama, sin que sus madres les regañaran. Eran personas guapas, modernas, que no tenían la ropa zurcida, ni parches en las rodillas de los pantalones, ni acné, ni mal aliento. Las sábanas de sus casas no tenían pelotillas ni estaban raídas de tantos lavados. No presentaban zonas traslúcidas. Por ejemplo, aquella noche actuaba un mago. ¿Podía haber algo mejor? Un mago que tenía poderes mentales, según el presentador, con su bigote didáctico.

Era una presentación tan fascinante que no me di cuenta de que mis padres se habían marchado del cuarto de estar y ahora discutían en la habitación contigua, sin preocuparse de guardar las formas ante vecinos ni oídos indiscretos, ni ropa tendida como ellos decían a veces.

Me daba igual. Toda mi atención estaba puesta en el mago. En su mirada hipnótica y en su origen exótico, lejano. En la ductilidad de sus palabras, capaces de doblar el acero con solo concentrarse. El público aplaudía a rabiar. Señoras con moños lacados de alturas imposibles y señores con gafas de pasta alcanzaban el paroxismo. Se adentraban en la dimensión desconocida de los misterios de la mente. De repente, la fealdad de nuestras vidas dejó de existir y pasó a un segundo plano. A pesar de los anuncios que nos recordaban nuestras miserias preguntando con angustia hasta cuándo iba a durar el bochorno y la molestia de la caspa.

Pero es que no solo dobló varias cucharas en presencia de su interlocutor (lo que a mí me pareció prodigioso), sino que también miró a la cámara con aquellos ojos que eran como túneles que conectaban con otros mundos, y nos aseguró que podíamos hacer aquello en casa. Metí un respingo, tanto por sus palabras como por el portazo que dio mi madre al entrar al salón. Estaba llorosa y despeinada. Vulnerable. La bata se le había abierto un poco y le daba un aire de señorona del drama. Pero enseguida me 30

arrepentí de haber pensado eso. La puerta de la calle se cerró con otro portazo. Unos pasos se dirigieron al descansillo, después se pararon, como valorando algo, y comenzaron a descender los escalones.

Mi madre se dejó caer a plomo en el sofá, a mi lado. Mirando hacia la pantalla. Se inclinó hacia delante mientras se masajeaba las sienes y cerraba con fuerza los ojos. En la televisión, Uri Geller (que así se llamaba el mago) nos insistía para que nos concentráramos. Nosotros también teníamos ese poder en nuestras mentes. Todos lo teníamos, solo que todavía no lo habíamos descubierto. Podíamos doblar cucharas, si queríamos. Solo teníamos que concentrarnos mucho.

No sé si mi madre estaría prestando atención a aquellas palabras o seguía en su mundo, viendo detrás de sus ojos el dolor de cabeza en todo su esplendor. Galaxias estallando en relámpagos que sacudían su cráneo y bajaban por la nariz. El lagrimeo del ojo. Las náuseas del estómago. El gusano que devora solo la mitad del cerebro. Se quitó los dedos de las sienes y los puso sobre su nariz, pinzando el puente con el pulgar y el índice mientras miraba furibunda al reloj que nos habían regalado los abuelos.

Uri Geller nos increpaba para que abriéramos nuestra mente. Para que nos concentráramos en la cuchara, para que sintiéramos su peso. El lunes, algunos de mis compañeros de clase confesarían haberse puesto bizcos en ese momento, tales eran el esfuerzo y la concentración. Yo lo intentaba sin mucho afán. Me sentía algo ridículo en el fondo y no sabía bien qué hacer. La presencia de mi madre no contribuía a hacer que me relajara.

Y en ese momento, el reloj echó a andar.

Sin más. Hizo tic tac, como si le hubieran dado cuerda o puesto una pila nueva y nació a una nueva vida de marcar el tiempo.


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