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El vendedor de ecos


¡

Desdichado caminante!

Su actitud humilde, su mirada triste, su ropa, de buena tela y buen corte, pero hecha jirones —último resto de un antiguo esplendor—, conmovieron aquella cuerda, solitaria y perdida, que llevo en lo más oculto de mi desierto corazón. Vi la cartera que el forastero tenía bajo el brazo y me dije:

—¡Contempla, alma mía! ¡Has caído una vez más en las garras de un viajante de comercio!

¿Cómo librarme de él? ¡Vano intento! ¿Quién se libra de ninguno de ellos? Todos tienen un no sé qué, algo misterioso interesa.

No me di cuenta de la agresión; recuerdo solo el momento en que era todo oídos, todo simpatía para escuchar las palabras del hombre de la cartera.

Su narración comenzaba así:

—Era yo muy niño, cuando quedé huérfano de padre y madre. Mi tío Ituriel era bueno y afectuoso. En él encontré un tierno apoyo. Era el único pariente con quien yo contaba en esta inmensa soledad de la tierra. Mi tío poseía bienes y fortuna y disponía de ellos generosamente. No solo me educó, sino que satisfizo todos mis deseos, o, por lo menos, me proporcionó los goces que pueden comprarse con oro.

Terminados mis estudios, partí para hacer un viaje por el extranjero. Iba acompañado de un secretario y de un ayuda de cámara.

Durante cuatro años, mi alma sensible fue una mariposa que revoloteó por los jardines maravillosos de las playas lejanas. ¿Me perdonará usted el empleo de esta expresión?

Soy un hombre que siempre ha hablado el lenguaje de la poesía. Ahora me siento más libre para hablar así, porque en los ojos de usted adivino una chispa de fuego divino.

Viajando por países lejanos, mis labios probaron la ambrosía que fecunda el alma, el pensamiento y el corazón. Pero lo que, sobre todo, me interesó, lo que pidió el amor que mi naturaleza siente por lo bello, fue la costumbre que tienen los ricos de coleccionar objetos elegantes y raros. Y así fue como, en mala hora, le sugerí a mi tío que se dedicara al pasatiempo exquisito del coleccionista.

Le escribí una carta en la que mencionaba la colección de conchas formada por un caballero, y otra de pipas de espuma de mar.

Refería mi visita a un abad que tenía millares de autógrafos indescifrables, de esos que adora un espíritu naturalmente dispuesto a las cosas nobles. Y gradualmente mi correspondencia fue de un interés cada vez mayor, pues no había carta en que no mencionase las chinas únicas, los millones de sellos postales, los zuecos de campesinos de todos los países, los botones de hueso, las navajas de afeitar... Tardé poco en darme cuenta de que mis descripciones habían provocado lo que yo esperaba de ellas.

Mi tío empezó a buscar objetos dignos de interesarle como coleccionista. Usted sabe, sin duda, la rapidez con que se desarrolla un interés de este género. El de mi tío no fue interés; fue obsesión. Supe que mi tío no se ocupaba ya de su gran establecimiento para la compra y venta de puercos. Pocos meses después se retiraba de los negocios, no para descansar, no para recibir el premio de sus afanes, sino para consagrarse, con una rabia delirante, a la búsqueda de objetos curiosos. He dicho que mi tío era rico; pero debo puntualizar que era fabulosamente rico. Puso toda su fortuna al servicio de la nueva afición que lo devoraba.

Comenzó por coleccionar cencerros.

En su casa, que era inmensa, había cinco salones llenos de cencerros. Se diría que estaban todos los cencerros del mundo. Solo faltaba uno, modelo antiquísimo, propiedad de otro coleccionista. Mi tío hizo ofertas enormes por ese precioso cencerro; pero el rival no quiso desprenderse de su tesoro. Ya sabe usted la consecuencia de esto… Colección incompleta, es colección enteramente nula. El verdadero coleccionista la desprecia; su corazón se despedaza; y vende en un día lo que ha reunido en veinte años.

¿Para qué conservar la causa de su tortura? Prefiere volver su mente hacia un campo virgen aún.

Esa fue la resolución que tomó mi tío cuando vio que era imposible adquirir el cencerro final. Coleccionó ladrillos. Formó un lote colosal, del interés más palpitante. Pero volvió a presentarse problema y se le volvió a romper.

Un día vendió su colección al afortunado bolsista que, después de retirarse de los negocios, tuvo la dicha de adquirir el ladrillo único, el que solo existía en su museo.

Mi tío probó entonces con las hachas de sílex y otros objetos que se remontan a

la Prehistoria; pero casualmente descubrió que la misma fábrica de antigüedades proveía a otros coleccionistas en condiciones idénticas.

¿Qué hacer?

Se refugió en las inscripciones aztecas y en las ballenas disecadas. Después de fatigas y gastos increíbles, cuando su colección parecía perfecta: nuevo fracaso. Llegó de Groenlandia una ballena disecada, y se recibió de América Central una inscripción que dejaba reducidas a cero todas las adquisiciones anteriores de mi tío. Hizo esfuerzos inimaginables para quedarse con la ballena y con la inscripción. Logró adquirir la ballena; pero otro coleccionista se adueñó de la inscripción. Un auténtico jeroglífico azteca tiene tal valor que, si alguien llega a adquirirlo, antes sacrificará su familia que perder tal tesoro. Mi tío vendió las inscripciones, a falta de la definitiva. Su encanto se había desvanecido. En una sola noche, su cabello, negro como el carbón, se quedó más blanco que la nieve.

Mi tío estuvo pensando. Un nuevo desengaño lo mataría. Resolvió coleccionar algo que nadie más coleccionaría. Pesó cuidadosamente los pro y los contra de la decisión que iba a tomar, y una vez más bajó a la arena para luchar con denuedo. Se había propuesto iniciar una colección de ecos.

—¿De qué? —pregunté.

—De ecos, señor; de ecos. Primero compró un eco de Georgia. Era un eco de cuatro voces. Después compró uno de seis en Maryland. Hecho esto, tuvo la fortuna de encontrar uno de trece repeticiones en Maine. En Tennessee le vendieron, muy barato, uno de catorce, porque necesitaba reparaciones, pues una parte de la roca acústica estaba se había caído y estaba rota. Supuso que, mediante algunos millares de dólares, podría reconstruir la roca y elevarla para aumentar su poder de repetición.

»Desgraciadamente, el arquitecto no había arreglado nunca un solo eco, y en vez de perfeccionar el de mi tío, lo echó a perder completamente.

Antes de que se emprendiera el trabajo el eco hablaba más que una suegra; después de la reparación se le podía confundiar con una escuela vacía. Mi tío no se desanimó y compró un lote de ecos de dos golpes, diseminados en varios Estados y territorios de la Unión. Obtuvo un descuento del veinte por ciento, en atención a que compraba todo el lote.

»La fortuna empezó a sonreírle, pues encontró un eco que era un cañón Krupp. Estaba situado en Oregón, y le costó una fortuna. Usted sabrá, sin duda, que en el mercado de ecos, la escala de precios es acumulativa, como la escala de quilates en los diamantes. Las expresiones son casi las mismas en uno y otro comercio. El eco de un quilate vale diez dólares más que el terreno en que está situado. Un eco de dos quilates, o voces, cuesta treinta dólares, más el precio del terreno; un eco de cinco quilates vale novecientos cincuenta dólares; uno de diez, trece mil dólares. El eco que mi tío tenía en Oregón, bautizado por él con el nombre de Eco Pitt, porque competía con el orador, era una piedra preciosa de veintidós quilates que le costó ciento dieciséis mil dólares. El terreno salió libre, porque estaba a cuarenta millas de todo lugar habitado.

»A mí, mientras, me sonreía la suerte. Era el afortunado pretendiente de la única y bellísima hija de un lord inglés, y estaba locamente enamorado.

Mi existencia era un océano de ventura. La familia me recibía bien, pues se sabía que yo sería el único heredero de mi tío, cuya fortuna pasaba de cinco millones de dólares. Por otra parte, todos ignorábamos que mi tío se hubiese obsesionado tanto con el coleccionismo, creíamos que se trataba de una afición inofensiva, nacida del deseo de buscar las emociones del arte.

»Pero sobre mi cabeza se acumulaban nubes negras. Un eco sublime, conocido con el nombre del Kohinoor o Montaña de la Repetición Múltiple, acababa de ser descubierto por los exploradores. ¡Era una joya de sesenta y cinco quilates! Parece fácil decirlo. Pronunciaba usted una palabra, y, si no había tempestad, oía esa palabra durante quince minutos. Pero aguarde. Pero, además, ¡había un rival! Cierto coleccionista se alzaba amenazante frente a mi tío. Ambos se lanzaron para conseguir aquel negocio único. La propiedad se componía de dos colinas, un valle de poca profundidad las separaba.

Quiso la suerte que los dos llegaran a la vez a aquel paraje remoto del Estado de Nueva York. Mi tío ignoraba la existencia de su némesis y sus pretensiones. Para mayor desgracia, el eco era de dos propietarios. El señor Williamson Bolívar Jarvis poseía la colina oriental; la otra, estaba situada en el terreno del señor Harbison J. Bledso. La línea divisoria pasaba por la cañada intermedia. Mi tío compró la colina de Jarvis por tres millones doscientos ochenta y cinco mil dólares. El rival compró la colina de Bledso por una suma algo mayor.

»No le costará intuir lo que sigue. La mejor y más admirable colección de ecos se había truncado para siempre, mutilado como estaba el rey de los ecos del universo. Ninguno de los dos coleccionistas cedió, y ninguno valoraba la parte de eco que había adquirido. Se profesaron, desde entonces, un odio cordial. Disputaron, hubo amenazas por una y por otra parte. Finalmente, el coleccionista enemigo, con una maldad que solo es concebible en un coleccionista, cuando quiere dañar a otro, empezó a demoler la colina que había comprado.

»Quería todo el eco para sí o no dejaría nada en manos del enemigo.

Llevándose su colina, el de mi tío quedaría sin eco.

Mi tío quiso oponerse, pero el otro le dijo: «Soy propietario de la mitad del eco, y me place suprimirla. Usted es dueño de la otra mitad, y puede hacer con ella lo que le convenga.»

La demanda de mi tío fue llevada ante un tribunal. La parte contraria apeló ante uno de orden más elevado. De allí, el asunto pasó a un tercer tribunal. Y así hasta llegar a la Corte Suprema de los Estados Unidos.

»Esto no aclaró nada. Dos de los magistrados del Tribunal Supremo dictaminaron que un eco es propiedad mueble, por no ser visible ni palpable. Se lo puede vender y cambiar; se le puede imponer una contribución, independientemente del fondo en que produce su sonido. Otros dos magistrados opinaron que un eco es inmueble, pues no se le puede separar del terreno al que se halla adherido. Los otros declararon que un eco no constituye propiedad mueble o inmueble, y no se le puede hacer objeto lícito de un contrato.

»La resolución final dejó establecido que el eco y las colinas eran propiedad de quienes los habían adquirido; que los dos eran propietarios, distintos e independientes, de la colina que había comprado, pero que el eco es una propiedad invisible, por lo que el demandado tenía pleno derecho para la demolición de su colina, si bien debía pagar una indemnización calculada sobre la base de tres millones de dólares por los daños que pudieran resultar a la parte de eco perteneciente al demandante. En el mismo fallo se prevenía a mi tío de que no podía hacer uso de la colina de la parte contraría para el reflejo de su eco sin el consentimiento del interesado.

Si el eco de mi tío no funcionaba, el tribunal lo sentía mucho, pero no podía hacer nada en aquella situación, derivada de un estado de derecho. A su vez, el otro propietario debía abstenerse de emplear la colina de mi tío con el mismo fin de reflejar sonidos nacidos primero en su propia colina, a menos que se le diese consentimiento. Naturalmente, ninguno de los dos quiso dar ese consentimiento en favor del vecino y adversario. El noble y maravilloso eco, soberano de todos los ecos, dejó de resonar. La inestimable propiedad quedó sin uso ni valor.

»Faltaba una semana para la boda, y estaba yo más distraído que nunca, flotando de felicidad, cuando llegó la noticia de la muerte de mi tío. Toda la nobleza de los alrededores y de otras muchas partes del reino se preparaba para asistir a mi unión con la hija del ilustre conde. Pero, mi benefactor había desaparecido. Todavía hoy siento el corazón triste, recordando aquel momento. A la vez que la noticia de la defunción llegó el testamento del difunto. Yo era su heredero universal. Tendí el pliego al conde para que lo leyera. Yo no podía hacerlo, el llanto nublaba mis ojos. El noble anciano leyó aquel documento, y me preguntó con tono severo:

—¿A esto llama usted riqueza? Tal vez lo sea en el vanidoso país de donde usted procede. Veo, caballero, que la única herencia de usted es una inmensa colección de ecos. Si es que se puede llamar colección a algo que está disperso en todo un continente. Aún hay más: las deudas le llegan hasta las orejas. Todos los ecos están hipotecados. No soy duro ni egoísta, pero debo velar por el porvenir de mi hija. Si usted fuera dueño siquiera de un solo eco libre de todo gravamen.…, . , si pudiera retirarse con mi hija a vivir tranquilo en un rincón apartado y ganar el sustento, cultivando humilde y penosamente ese eco, yo daría de buena gana mi consentimiento para el matrimonio; pero roza usted la mendicidad, y yo sería un criminal si le diera a mi hija. Llévese usted sus ecos hipotecados, y le ruego que no venga más por esta casa.

»Celestina, la encantadora y noble hija del conde, lloraba desconsoladamente, y se colgaba de mi cuello con sus amantes brazos. Juraba que se casaría conmigo, aunque yo no tuviese el eco más insignificante en este mundo. Sus ruegos, sus lágrimas, su desesperación fueron inútiles. Se nos separó. Ella languideció en su casa hasta que un año después dejó de existir. Yo triste y solo, arrastrándome penosamente por el camino de la vida, busco el reposo que nos reúna en el reino de los bienaventurados. Allí la maldad no tiene imperio; allí los desgraciados encuentran la paz.

»Si quiere mirar estos planos que traigo en la cartera, podrá adquirir un eco en mejores condiciones que cualquiera de los que le ofrezcan en el mercado. Aquí hay uno que costó diez dólares hace treinta años. No hay maravilla igual en Tejas. Se la dejaré a usted por...

—Permítame usted que lo interrumpa. Hasta este momento, querido amigo mío, mi existencia ha sido una auténtica tortura, causada por los agentes viajeros. He comprado una máquina de coser que no necesitaba, porque soy soltero. He comprado una carta geográfica que contiene falsedades hasta en sus datos más insignificantes. He comprado una campana que no suena. He comprado veneno para las ratas, y estas lo prefieren a cualquier otro alimento, pues las engorda más que el mejor queso de Flandes. He comprado una infinidad de inventos impracticables. Es imposible sufrir más de lo que he sufrido. Aun cuando me regale usted sus ecos, no los quiero.

»¿Ve usted ese fusil? Lo tengo para los viajantes de comercio. Aproveche la oportunidad, y huya antes de que la cólera me ciegue. No quiero derramar sangre humana.

Él sonrió dulcemente, con profunda tristeza, y me dijo en tono aleccionador:

—Usted sabe que quien abre su puerta a un viajante de comercio debe sufrir las consecuencias.

Discutimos durante una hora, después de la cual, acabé por transigir. Compré un par de ecos de dos voces cada uno, en condiciones no del todo malas. Para mostrarme su gratitud, el viajante me dio otro eco que, según me dijo, no tenía salida, pues solo hablaba alemán. Había sido políglota, pero quedó reducido a aquel idioma gutural por desperfectos en el órgano de reflejo.



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